viernes, 9 de mayo de 2014

185 // el piso del carrer Consell de Cent

Abrí la puerta de un empujón suave y me adentré lentamente. El piso estaba oscuro. En la sala de estar, al final del pasillo podía intuir una luz tenue que procedía de la calle. Un rayo tímido que iluminaba el mobiliario a través de las cortinas. Todo tenía el mismo aspecto que hace cinco años cuando apenas empezamos a vivir allí, como si la guerra no hubiese estallado nunca. A las viviendas no les interesaba la política.

En la entrada había un largo pasillo cuyas paredes estaban cubiertas de papel pintado de un verde tirando a gris, un poco descolorido. En el suelo de todo el piso había baldosas de un color grisáceo y un estampado chillón que se veía fatal. Pero a nosotros nos gustaban aquellos pisos viejos con tejados altos que eran tan acogedores, pintorescos, un poco surrealistas. Me adentré en el salón y le eché un rápido vistazo a todo lo que me circundaba. La habitación era muy grande y luminosa, enfrente del pasillo había una ventana que daba a la calle. En el centro de la habitación emplazamos un sofá tapizado con una tela oscura, gruesa y un poco áspera. Lo cubríamos siempre con una manta fina y medio transparente. A sendos lados del sofá había un sillón a juego y frente a todo una pequeña mesa rectangular de madera que usábamos para servir café o tartas cuando venían los invitados. Comíamos en la otra mesa, que se hallaba a la izquierda del pasillo. Al otro lado instalamos unas vitrinas y estanterías de madera en las que coloqué la colección de cerámica italiana que me había regalado mi madre el día de la boda. Junto a este tesoro guardábamos otros más, los recuerdos de nuestra vida en común.
Mi mente sobrevolaba todos aquellos años en los que acumulábamos el mobiliario del salón, con cariño traíamos cada pieza a nuestra casa para alojarla en un lugar cuidadosamente elegido. Estos pensamientos hicieron que me armé en valor y me afirmé aun más en la convicción de que no me iría de aquí, ahora no podía hacerlo.

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