viernes, 16 de mayo de 2014

186 // el olor a miedo

El miedo tiene un olor muy particular. Hay quienes se atreven a luchar con él, yo lo hago. Porque yo lucho contra todo, así como me enseñaron cuando era niña.
- Lucha - me decían - el mundo es tal como tú quieres que sea y tu vida es tuya, no es de nadie más.
Yo tenía diez o doce años y no entendía nada.
Luego me decían que España era mala. Y casi me lo he creído.
Tenía mucho miedo a veces cuando sentía disparos muy cerca de mí, cuando veía miles de personas combatiendo, unas contra otras en nombre de una ideología que yo he asimilado sin entenderla.
Me he equivocado tantas veces.
Hay veces que siento que toda mi vida es una gran equivocación porque hay más cosas que hice mal que las que hice bien.
Sigo sonríendo porque a lo largo de mi vida he conocido a tantas personas deprimidas, con una vida aburrida, transparente. Amargados, cansados, heridos, desconfíados. Somos millones y cada uno de nosotros tiene un destino.
Sigo siendo una optimista, porque la vida es así. Hiere.
Me encanta poder abrazar a los que sufren, sentir que les transmito mi tranquilidad, la paz interior que llevo dentro después de largos años de combatir.
Gracias a Dios, EL más GRANDE, por tantas oportunidades y tantos momentos por los que valió la pena vivir todo el resto.

***

El guardia me inmovilizó las muñecas y me arrastró por la escalera. Bajamos hacia el sótano estremecedor de la prisión de Montjuïc. Olía a miedo, a una humedad sucia que llenaba los pulmones impidiéndoles respirar. Tosí.
 - Te tendrás que acostumbrar, que vas a inhalar este aire durante largas semanas - me dijo el policía en tono de desaire y se río.
Hice otro intento de aspirar un poco de aire, en vano. Me atraganté con el tufo que desprendían aquellas paredes desaseadas. Intenté reconocer cada uno de los olores que me rodeaban y decidí que era algo entre orina, sudor seco, sangre vieja y el espanto sofocante de todos los prisioneros amontonados en las celdas, muy pequeñas para que quepan todos.
El musgo que cubría el suelo del pasillo esparcía un hedor que penetraba la nariz, se instalaba muy dentro del aparato respiratorio y se quedaba allí, contagiando todo mi cuerpo. Advertí que había algunas ventanas, pero no traían ningún alivio, estaban todas cerradas y enrejadas, lo cual impedía que entrara siquiera un soplo de aire fresco desde el exterior. Mi corazón se aceleró, empecé a ahogarme con el pánico y ese aire espeso, viejo y fétido, inútil para respirar. Los presos me lanzaban miradas mordaces y odiosas que aumentaban el terror que invadió mi cuerpo.
El guardia risoteó con satisfacción y me empujó hacia una de las celdas. Con asombro me di cuenta de que no había nadie más, estaba sola. Estas condiciones excepcionalmente buenas me olían a trampa.
Me senté en el rincón, en el suelo, drogada con este aire nauseabundo, esperando todo lo peor.
Sin embargo, ni siquiera en sueños me habría imaginado lo que pasó después.


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